ADELA

Incluso en las situaciones más desesperadas hay gente por la que vale la pena vivir.
Una niña de cinco años muere en un campo de amapolas. Hace un mes han enterrado al abuelo. La madre reza arrodillada, brazos en cruz.
Las criadas preparan el cuarto. Quieren que esté presentable para cuando venga el médico a firmar el certificado de defunción y amigos y parientes pasen a dar el pésame.
El doctor le explora y confirma la evidencia: con sólo cinco años ha sufrido un ataque al corazón.
Surge de la nada un grupo de buitres. Abren un gran libro y señalan la caja más cara, el coche más bonito y las flores más blancas.
—Vale la pena —mastican— ¡ni que se vaya de presupuesto!
La madre rumia:
—¡Nos quedaremos sin un real!
Han llegado al cementerio. El sepulturero hace el trabajo diligente. Por último destapan la caja, y vuelven a ver a la niña por lo que creen que será la última vez. Cierran. Adentran el ataúd en el nicho. Se hace un silencio, nunca mejor dicho, sepulcral. Quizás la animata de la niña flota por el aire y asiste al espectáculo. En medio de la quietud, retumban las paletadas.
De repente se siente un maullido; habrá algún gato. El maullido que sube de tono sale de la tumba. El sepulturero hincha el pecho:
—¡Tenemos que abrir! —exhala.
El paleta espeta un mazo, estira el ataúd, lo baja, hace palanca con un hierro plano y abre la tapa. La niña permanece quieta, pero unos segundos después mueve la cabeza; un rosa muy suave le tiñe las mejillas. Su madre va hacia ella; la niña gira la cara, se convierte en cera y vuelve a estar rígida y pálida. Los invitados ven el espectro de la muerte.
Detrás de todo, una mujer de canas avanza. Se acerca al ataúd y pronuncia las palabras mágicas:
—Venga, reina, levántate que iremos a Vilaplana.
La niña pregunta:
—¿Cuándo?
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